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viernes, abril 26, 2024

Editorial: La agonía de lo Colectivo

Por Pedro Barrera

A mitad de la semana pasada, tuvo lugar en nuestro país el censo abreviado anunciado por el Gobierno con el objeto de corregir las falencias que se constataron en el anterior proceso.

El que -según los registros desde 1813- fue el vigésimo primer censo en la historia de nuestro país, supuso todo un evento y un gran despliegue de recursos económicos y de personal. El censo no sólo paralizó y convocó a toda la población y la opinión pública, sino que de paso puso el enfoque en la idiosincrasia nacional, en lo que somos y cómo somos los chilenos, en la importancia de lo cívico, la comprensión de la idea de sociedad, la vida en común y lo público.

A propósito de eso, durante las semanas previas asistimos con estupor a la proliferación gradual de opiniones que cuestionaron con desparpajo la relevancia, la trascendencia e incluso la utilidad de un proceso como este. Es más, la propia realidad nos demostró que culturalmente existe aún en nuestro acervo dudas profundas sobre qué es lo colectivo, y si es tan trascendental como se anuncia. La ausencia de censistas, de supervisores, la negación de ciertos grupos a ser censados, el llamado a boicotear el censo por la política del empate, son ejemplos de esto.

Uno puede cuestionar legítimamente la metodología, la organización e incluso la ejecución del mismo, pero negar la utilidad de un proceso como este no sólo es muestra de la más pura ignorancia sino además demuestra cómo la sociedad chilena se ha ido de a poco alienando. La percepción de lo colectivo y la importancia de la vida en sociedad han sido relegadas y reemplazadas por el dogma del egoísmo, la autopercepción y la negación del otro como un par.

Comentarios como: “y qué me importan los demás…”, “y esto cómo me ayuda a mí…”, “esto de qué sirve”, que podrían ser enmarcados en lo anecdótico, se han ido convirtiendo en una idea política de peso en materias como la salud, las pensiones, la participación política entre otros, describiendo la gravedad de un sistema de valores que parece imperar en una sociedad en el que cada uno debe hacerse cargo de sus complicaciones, de sus circunstancias, sin alternativas ni espacio para la cooperación.

Un país en el que –como dice mi viejo- «cada uno mata su piojo, lo lava y se lo come». Esa noción que en principio es legítima, cuando se le extrema conlleva desvirtuar lo que en realidad somos: Una comunidad. Nos guste o no, formamos parte de un todo, un conjunto de relaciones que nos benefician y optimizan nuestra capacidad de lograr la realización material y espiritual que buscamos, escenario en el que lo político es el vehículo esencial.

Como reflexión, parece ser urgente revisitar la importancia de lo colectivo, urge validar otra vez la idea de que lo público pertenece a todos, nos concierne a todos, y el intento por alejarse de esta noción sólo facilita el ascenso de la negligencia, la corrupción y la desidia que tanto queremos erradicar en nuestro país.

Hay cuestiones de contenido público que van más allá de la ideología, y tienen que ver con el bienestar de los chilenos. Y si bien hay en esto una crítica fuerte hacia la autoridad por su sostenida falta de acuciosidad, esta crítica se extiende también a los propios ciudadanos. Por ejemplo, no se puede reclamar porque no se me censó sin hacerse responsable por un segundo siquiera de la poca participación voluntaria para inscribirse como censista. Resulta en extremo sencillo criticar un proceso del que no soy parte más que como espectador y juez.

La indiferencia programada, la autoexclusión de los procesos políticos y cívicos solo tendrá como efecto la profundización del estado de crisis en el que la sociedad chilena se encuentra. El diagnóstico y la conclusión es una sola: sin identificación, sin participación y sin involucramiento de los ciudadanos comunes en las decisiones y discusiones públicas, aquello que señalamos como paupérrimo sólo se incrementará todavía más.

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