Columna de Opinión

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No basta con moverse: la movilidad como derecho territorial

Por Enrique Larre Peralta
Arquitecto
Máster en Certificación de Diseño Sostenible y Arquitectura Bioclimática

En el artículo anterior abordamos el Índice de Calidad de Vida Urbana (ICVU) 2024 desde una mirada general. Hoy es momento de profundizar en una de sus dimensiones más reveladoras: la conectividad y movilidad. Aunque suele asociarse únicamente al transporte, esta dimensión apunta a algo mucho más profundo: el acceso real de las personas a la ciudad. ¿Cuánto tiempo nos toma llegar al trabajo, a un centro de salud, a una escuela o a un espacio público donde simplemente podamos estar tranquilos (si es que existe)?

Los datos son preocupantes. El 63 % de las comunas evaluadas en el ICVU se encuentran en los niveles “medio bajo” o “bajo” en conectividad y movilidad. Y las más afectadas no son las grandes capitales, sino las ciudades intermedias: esas que concentran población, servicios y actividades clave, pero que muchas veces quedan fuera de la visión de la inversión y planificación. En estas comunas, el transporte público suele ser escaso o ineficiente. Los tiempos de traslado son excesivos y agobiantes. Alternativas, como ciclovías o conexiones intermodales, simplemente no existen. Y esto tiene consecuencias directas en la CALIDAD DE VIDA.

Cada hora perdida en un taco o esperar bajo la lluvia es tiempo que se resta a la familia, al descanso, a la participación comunitaria o al desarrollo personal. Y peor aún: muchas veces ese tiempo también tiene un precio. El costo del transporte público y de los servicios interurbanos impacta de forma directa en los ingresos de las familias.

Pero el problema no es solo económico. Es estructural. Durante décadas, muchas comunas tuvieron un crecimiento por “extensión” fuera de zonas urbanas, sin que la planificación garantizara una conectividad real adecuada. Se aprobaron loteos, se expandieron zonas residenciales hacia áreas rurales, pero no se invirtió en la infraestructura necesaria para integrar esos nuevos sectores con centros urbanos y servicios. El resultado: miles de personas desconectadas de su propia ciudad.

En regiones como la nuestra, la situación no deja de ser menos compleja. Existen comunas con accesos complejos (Paillaco-Valdivia), escasa frecuencia de transporte (sobre todo a zonas rurales) y una dependencia casi total del automóvil. Esto no solo empeora la desigualdad urbana, sino que también profundiza la brecha territorial entre quienes pueden moverse con libertad y quienes no tienen cómo hacerlo. En la práctica, esto se traduce en ciudadanos de primera y otros de segunda, determinada por el lugar donde se vive.

Enfrentar este desafío requiere una visión sistémica e integral. La movilidad territorial no es una suma de obras, es una red que debe funcionar con coherencia en todas sus escalas. Por un lado, los terminales urbanos juegan un rol clave: son la puerta de entrada a una ciudad, el primer contacto con su dinámica, su eficiencia y su identidad. Invertir en terminales modernos y bien ubicados no solo mejora la experiencia del visitante: ordena el transporte, reduce la congestión y potencia la imagen urbana.

Pero también hay que mirar lo cotidiano y lo local. En muchas comunas del sur (donde la lluvia es pan de cada día y las distancias son largas) la falta de paraderos equipados y bien conectados afecta a miles de personas que esperan cada día bajo el frío o el agua. Hablar de movilidad territorial implica invertir en grandes nodos, pero también en aquellos puntos intermedios que hacen que toda la red funcione.

Entonces, ¿cómo avanzamos desde este diagnóstico?

Primero, entendiendo que la movilidad no es solo un problema técnico, sino una cuestión de justicia territorial. El acceso a la ciudad debe ser un derecho, no un privilegio. Para eso, se requieren que las políticas de transporte se integren a la planificación urbana, que conecten barrios, reduzcan tiempos y ofrezcan alternativas sostenibles. No se trata solo de sumar buses, sino de diseñar redes con sentido: ciclovías efectivas, aceras caminables, transporte fluvial o ferroviario donde sea viable, e intermodalidad real.

Segundo, invirtiendo donde más se necesita. No tiene lógica seguir concentrando recursos en soluciones aisladas si hay personas que ni siquiera tienen un paradero adecuado donde esperar locomoción. La inversión pública debe ser estratégica y equilibrada: grandes terminales bien diseñados y, al mismo tiempo, infraestructura básica de calidad a escala barrial.

Y tercero, incorporando la dimensión local en cada decisión. No basta con replicar modelos de grandes ciudades en otras comunas. Cada territorio tiene su propia geografía, su lógica y su identidad. Planificar la movilidad desde esa realidad es también una forma de reconocer la diversidad del país y construir soluciones más justas, eficientes y sostenibles.

Porque la movilidad no es un privilegio. Es parte esencial de la calidad de vida. Y mientras no logremos que todas las personas puedan desplazarse con seguridad y eficiencia dentro de su ciudad o territorio, seguiremos construyendo ciudades que funcionan para algunos, pero no para todos.

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