Por Dr. Franco Lotito C.
Conferencista, escritor e investigador (PUC)
“Los políticos y los pañales deben ser cambiados con frecuencia… ambos por la misma razón” (George Bernard Shaw, Premio Nobel de Literatura).
“En un cambio de gobierno, el pueblo raras veces cambia de otra cosa que de amo” (Fedro, filósofo de la Grecia antigua).
¡Y nuestros candidatos presidenciales lo siguen haciendo! Aprovechan la mínima oportunidad para mostrarse públicamente en fondas, celebraciones y en todo tipo de actos públicos donde puedan mostrar sus “artes de eximios bailarines”, ya sea que se trate de cueca, samba, cumbia, etc., al mismo tiempo que continúan:
1. Emitiendo las mismas y repetidas declaraciones –ambiguas y jabonosas– de siempre, a saber, de que quieren solucionar –en un dos por tres– los numerosos problemas de Chile: las listas de espera y la mala atención en la Salud Pública con más de cuatrocientas mil cirugías pendientes y en espera desde hace meses (¡e incluso, años!), y las más de dos millones de consultas de especialidad en iguales condiciones; las bajas pensiones y el abandono de los adultos mayores; los altos niveles de delincuencia (algunos hablan de “delincuencia desatada”); los elevados índices de desempleo y el bajo crecimiento del país; la inmigración ilegal y sin control de fronteras, etc.
2. Haciendo declaraciones a diestra y siniestra, y descalificando en cada ocasión que se presenta a sus otros rivales (o contrincantes) políticos, quienes también buscan ganar la elección presidencial, sin reparar en promesas, costos, tácticas o estrategias políticas.
Mientras tanto, los numerosos actos de violencia, delincuencia, narcotráfico, asesinatos, inmigración ilegal, etc., asolan el país, y obligan a una parte importante de la población a encerrarse en sus casas ante el miedo y la angustia de ser objeto de algún tipo de asalto, portonazo, abordazo y cuanta otra forma de acto delictual existe actualmente.
Estos “ocho magníficos” –lo de magníficos es sólo una ironía– continúan, una y otra vez, con sus repetidas cantinelas, interpelaciones y acusaciones en contra de sus oponentes, declaraciones, por lo demás, que a nadie interesan y que ningún beneficio le aporta siquiera a un solo ciudadano de nuestro país, pero que pone en las portadas de diarios y noticieros a sujetos cuyo comportamiento y acusaciones públicas terminan por generar un alto nivel de rechazo en la gente. En ocasiones, incluso, en integrantes de sus propias filas.
Mientras tanto –en privado y detrás de bambalinas–, los candidatos se soban las manos llenos de alegría y satisfacción por los traspiés, chascarros, declaraciones incendiarias y fuera de lugar que acompañan a las apariciones de sus contrincantes.
Con todo esto, lo único que se logra es polarizar y dividir a la gente, en lugar de hacer un esfuerzo por unir ideas y propuestas en favor de la nación y con un solo norte: el bienestar de la población. Al parecer, nuestra clase política, cuya “aprobación y credibilidad” no supera el 5% por parte de la ciudadanía, todavía no aprende y tampoco se ha dado cuenta, que cuando un candidato (y el gobierno que forma) –dando lo mismo cuál sea su signo, ideología o color político– no cumple las numerosas promesas que hizo con la finalidad de ser elegido, cuando hace las cosas mal y sólo se preocupa de sus intereses y las cuotas de poder, cuando se aprovecha de las emociones y candidez de la gente, dicho gobierno se expone a perder su credibilidad y su capacidad para gobernar en paz, por cuanto, mientras no priorice la unidad, el orden y el respeto a ciertas normas mínimas de convivencia nacional, el futuro de un país nunca estará garantizado.
Esta molestia popular y el agotamiento de la paciencia por parte de la población se la tendrá que bancar toda la clase política, sin distinción de credo u orientación ideológica, ya que esta condición de ebullición y molestia ciudadana puede conducir fácilmente a una rebelión en contra de toda clase o tipo de autoridad establecida, y no sólo contra la autoridad de éste o de aquél Presidente, de este o de aquél Gobierno, como ya ha sucedido –y lo hemos visto– en nuestro país y en otras naciones.
La explicación es fácil de comprender: ¿Cómo no sentirse indignados ante una salud pública ampliamente sobrepasada, que deja morir cada año a miles y miles de personas que esperan por una atención digna de salud? ¿Cómo no enojarse frente a una educación de mala calidad que, en muchos casos, sólo sirve para proveer de mano de obra barata? ¿Cómo no sentirse desamparados ante una delincuencia nacional e internacional que hace lo que quiere ante las eternas “promesas de seguridad” que nunca se cumplen? Y para qué seguir con las preguntas y cuestionamientos.
Ahora bien, para sacarse los problemas de encima y explicar el incumplimiento de sus “promesas electorales”, las estrategias que usa la clase política y sus respectivos candidatos –sean de izquierda o de derecha–, son siempre las mismas, a saber, buscar un chivo expiatorio contra el cual alinear y apuntar todas las flechas venenosas, y que puede ser: la oposición (del signo político que sea), un segmento económico de la población, otra ideología política, un supuesto país “enemigo”, etc., con el burdo propósito de distraer –al menos por un tiempo–, la atención de la población sobre asuntos importantes que la afectan y que constituyen motivos fundados de gran disgusto y enojo.
Ya lo decía Cicerón –el gran orador, político y pensador romano, hace más de dos mil años–, al señalar que era una mera ilusión pensar que el “avance individual” se consigue, simplemente, aplastando y pasando por encima de los demás. Tengamos, por lo tanto, siempre presente, que ésta es una desconcertante y muy usada conducta por parte de la clase política contemporánea, y se denomina “aplastar al enemigo”, aún cuando este supuesto “enemigo” sean los mismos ciudadanos que los eligieron.