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La decadencia de los partidos políticos: jugando al mal menor

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“Si no somos nosotros, son los milicos” pude escuchar hace unos días como respuesta al cuestionamiento a la fuerza de los partidos políticos y la militancia empobrecida y dispersa que se ha mostrado como la tónica de la participación ciudadana hoy en día. No se respondió pensando en la necesidad de restaurar confianzas, en el mea culpa de una militancia incapaz de levantar líderes respetables o sostener proyectos de cara a las demandas sociales, sino sobre la necesidad de autopreservación partidista. Se respondió apelando a un pusilánime resquicio argumentativo: somos el mal menor.

Sabemos que existe una crisis de representatividad en nuestro país, es un lugar común, y de eso dan cuenta la desproporción entre la alta cantidad de candidatos y los pocos ciudadanos que concurren a las urnas; los brutales índices de desaprobación de la gestión política, tanto del oficialismo como de los referentes políticos de oposición; los conflictos internos en los partidos, quienes, torpes al controlar el desborde de corrupción entre sus filas, juegan a ser inquisidores mediocres a la búsqueda de otros que sean más culpables que ellos, para empujar la mirada de la opinión pública al juicio de “los otros”.

Después de los incontables escándalos del último tiempo podemos ver el agotamiento de los partidos políticos en la incapacidad de cumplir los objetivos para los que fueron creados. Por ejemplo, la representatividad – es decir, el ser un referente ideológico que haga eco de lo que un grupo de la población desea como principios para el país – fracasa cuando vemos que las decisiones de los partidos se reduce a camarillas, batallando por cuotas de influencia en la repartición de una torta de dineros inyectados por financiamientos irregulares, o de posiciones dominantes a través de ofertas en directorios de empresas, cargos públicos o participaciones de un modo u otro en el lugar en que las papas (de la plata) queman.

Derivado de lo anterior, la identificación, esa idea de saber a qué nos atenemos exactamente cuando adherimos a un partido, parece difusa al ver que los candidatos que proponen los partidos muchas veces no son miembros de sus filas regulares, vienen de otros grupos que los desecharon, o renegociaron, o maquillaron su militancia para poder formar parte de los famosos “cupos” y poder participar en una elección. Por ejemplo, un comunista que milita en la UDI, pero que pacta con el PPD para competir en la lista de los Radicales, pero como independiente, no le deja muy clara la película a ningún ciudadano sobre qué esperar del candidato o al militar en un partido.

Así mismo, los partidos deberían justificar su importancia en la eficacia, ya que dedicados exclusivamente a lo político, supondrían un bastión de identificación de problemas de la ciudadanía, de análisis y canalización de las inquietudes de la gente para resolver, consensuar y avanzar como país. En vez de eso, se juega a la política del sabotaje, donde las discusiones políticas se versan en atacar a los oponentes, en azotarlos en juicios de imagen en vez de discutir ideas, proponer soluciones más allá de la primitiva costumbre de gruñirse a través de las cámaras de televisión.

Pero cuando se señalan estas cosas, los que yacen tras las líneas del partido se ofenden diciendo que hay una “inestabilidad política nunca vista, solo comparable a la del 73”, como indicó Ricardo Lagos, que deja un molesto gustillo a amenaza; o Mariana Aylwin, que señalaba que poner en tela de juicio el status quo, generaba polarización, que poner las demandas sociales como motor de un programa de gobierno era demagogia o populismo ¿No es eso para lo que está hecho un gobierno representativo, para dar curso al ordenamiento que la ciudadanía propone para sí misma? Lo anterior, sumado a la vuelta a la escena pública de personajes como José Piñera, quienes vienen a defender al país de la amenaza del cuestionamiento al sistema. Suena todo a que si no dejamos las cosas como están, todo podría venirse abajo. Calladitos nos vemos más bonitos, al parecer. Y los partidos, silentes, lamiendo las heridas de su inoperancia.

Los partidos políticos deberían ser engranajes del progreso, más que repetidores incansables de una realidad política, que más allá de las discusiones legislativas permanentemente inoficiosas, no ha visto mayor cambio en su estructura desde las ilegítimas imposiciones regulatorias de la dictadura.

¿Y si no son los partidos qué? Bueno, las instancias de participación ciudadana son infinitas, van más allá de lo que los constructos habituales nos quieran dejar ver. Parte desde la reflexión personal, tomarse en serio la costumbre de pensar un país. Luego debatir y eso pasa desde los centros de alumnos, las juntas de vecinos y los clubes deportivos, reunirse y construir visiones de mundo a través del diálogo. Luego ejecutar, proyectos sociales, agrupaciones, fundaciones o asociaciones que permitan emprender proyectos que vinculen a la ciudadanía en la consecución de las ideas.

Y los partidos políticos, resolver su tibieza, su fingida autocompasión ante una población incrédula frente a sus llamados a la acción. Que resuelvan sus conflictos de interés para que pueda confiarse en su función representativa. Que purguen la corrupción de sus estamentos. Que pacten por principios, no para rellenar unos cupos inutilizados, con la esperanza de que si sale alguno de sus candidatos “invitados” sirva para inflar las cifras de apoyo a su conglomerado. Que formalicen un trabajo basado en ideas y equipos serios, no en amiguismos o pagos políticos de tercer orden. En resumen, que los partidos políticos sean un refugio y una voz para las necesidades de la gente, no para desarrollar una legislación a la medida de Soquimich; que sean una opción para tomar libremente, no el mal menor.

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