Por Camilo Gómez
Columnista noticiaslosrios.cl

Hay veces que nuestra sociedad muestra un abanico de virtudes dignas de elogio, la resiliencia ante la catástrofe, la solidaridad en la teletón y muchas más. En otras ocasiones, se despliegan la más vergonzosas muestras de egoísmo, pequeñez e indolencia como ocurrió esta semana con la situación de las viviendas sociales en la comuna de Las Condes.

Sin embargo, este no es un fenómeno focalizado únicamente a la situación discutida en la capital, sino que escurre por una infinidad de aspectos de nuestra sociedad y que en distintos niveles del diario vivir se deja ver para dar cuenta de lo peor de nosotros.

Así, la discriminación comienza a mostrar sus diversas formas, siendo el clasismo una de las que más destaca. Y es que esa necesidad de mirar “por debajo del hombro” a quienes consideramos “inferiores” hace que cometamos injusticias, errores y abusos de la más diversas índoles. Por ejemplo, clientes enajenados gritoneando a un vendedor en una tienda, “roteándolo” porque el ser un trabajador que debe atender al cliente presupone una inferioridad – ficticia por lo demás – que raya en la esclavitud, y de esas humillaciones hay ejemplos por decenas en los videos de redes sociales.

Otra forma de discriminación es el arribismo. Que puede definirse como esa necesidad compulsiva de demostrar estatus, poder adquisitivo o influencia social, lo que va desde sacarle fotos al auto cuando es de “mejor marca”, hasta presumir en exceso de los gastos o los viajes que se realizan. Lo curioso en este caso, es que la discriminación del arribismo es con uno mismo, se reniega de lo que uno es y se realizan esfuerzos muchas veces desgastantes para mantener la imagen de poder y las personas se endeudan y se entregan a una dinámica de frustración que los lleva a vivir de la imagen que proyectan.

Más tarde, nos encontramos con la segregación. Esta es la tendencia a establecer espacios cerrados en los que determinadas personas pueden interactuar según su posición socioeconómica, lo que podríamos llamar la discriminación por quintil. Escuelas separadas, barrios distintos, hospitales y cementerios diferentes, lo que genera guetos y aísla una sociedad entre la gente de bien y, en palabras de doña Florinda, la chusma.

Lo curioso es que Doña Florinda, así como muchos de nosotros, vivimos en la misma vecindad, a tres metros de los Chavos, de los don Ramón y pagamos las rentas e impuestos a los mismos señores Barrigas, por lo que en el fondo la diferencia es más bien semántica, es decir, una cuestión de discurso.

Es lo que pasa en Las Condes, porque el terror de los vecinos que protestan es a la palabra “social”, a lo que asocian con pobreza, como si la pobreza fuera una enfermedad a la que hubiera que poner cuarentena, y que de no apartarla de los demás, podría hacerlos enfermar. Lo irónico, es que precisamente los beneficiarios de estas viviendas han sido vecinos de los que protestan por años sin que estos repararan en ello como un problema.

Tal vez, y a modo de conclusión, si la pobreza fuera más visible, y si entendiéramos que la dignidad de las personas no se puede evaluar desde lo patrimonial, estaríamos más abiertos a trabajar como comunidad en resolver las dinámicas que la generan. Valorar el esfuerzo que miles de familias hacen día a día para mejorar sus condiciones de vida y que cuando lo logran, seamos capaces de aplaudir los resultados de ese esfuerzo y no reclamar contra ello, sería como patear las flores recién brotadas del jardín que alguien construyó donde antes no había nada. Quizás allí radique el exorcismo para eliminar estos demonios, reconocer que todos vivimos en la misma vecindad y que allí, no sobra nadie.