Por Pedro Barrera
Columnista Noticias Los Ríos – Mundo Crítico

Dentro de la variedad ideológica y conceptual que informa el espectro político nacional, a menudo nos encontramos con personajes que se mueven en la delgada línea que distingue la convicción ideológica de la militancia conveniente y utilitaria. Y es que en política mucho se puede decir de la tendencia a generar un discurso complaciente y prefabricado que coincida con el de las masas buscando solo la coincidencia temporal, superficial o facilista antes que la comprensión íntegra de una problemática social.

La construcción de un discurso político es el elemento esencial dentro del fragor ideológico que forma las democracias, en la medida que esos discursos se construyen con responsabilidad y sinceridad intelectual, las ideas sirven no solo como atractivo emocional incentivando la participación de los ciudadanos sino que además construyen e integran el ideario social, dando contenido axiológico al entramado cultural de cada individuo, grupo o coalición en la carrera por la hegemonía. Este proceso de convencimiento, de discusión y debate es el que termina por enriquecer y fortalecer el propio proceso democrático.

Sin embargo, el elemento del que depende el éxito democrático yace en la lealtad y comprensión de esos discursos. En su aquiescencia sincera y su adhesión real. Luego, ocurre que en nuestro país gran parte de la batería ideológica que se articula como alternativa electoral carece de este elemento, es decir, padece una hipocresía monumental. Se construyen discursos ya no desde la necesidad social, ya no desde el descontento, o la frustración, sino que por el contrario se capitaliza dicha frustración buscando generar un mensaje superfluo que ‘pegue’, que seduzca pero que en definitiva no resuelva nada, ni mucho menos fomente un debate serio. Se prefiere la doctrina del eslogan fácil, la estrategia de la política sencilla. Aquella que profita de la ignorancia del elector, que explota la carencia ideológica de los receptores del mensaje político, o lo que es peor, su miedo.

Este parasitismo ideológico puede ser admitido como un mal necesario dentro de las ideologías que buscan triunfar en una democracia libremente configurada, sin embargo, demuestra un riesgo gigantesco y lo debilitada que está la política formal cuando rehuye del discurso de contenido y trivializa su esencia privilegiando la estrategia electoral. Por lo mismo, no es extraño ver a los candidatos presidenciales mutar transversalmente sus mensajes conforme se liberan las encuestas, o apreciar cómo en pos de la conveniencia política personal se modifican luego los programas, las promesas, las ideas. Es a esta costumbre – y no otra- a lo que denominamos populismo.

Cuando no existe ni coherencia ni cohesión en el discurso político, no nos resulta extraño ver a un Ossandón que reniega sin asco de su ‘díscolo’ discurso para reinsertarse en RN, o ver que la ‘liberal’ Lily Pérez adscribe a un ideario conservador como el de Piñera con tal de formar parte de una coalición que eventualmente puede gobernar, o el propio Piñera siendo extremista o moderado según el público, o a Felipe Kast elegir utilitariamente dónde postulará su candidatura a senador luego de medir su relevancia en las primarias, o la DC definiéndose de izquierda o de derecha según la contingencia, o la NM conviviendo cómodamente con el modelo neoliberal sacando muy buenos réditos de este aunque públicamente lo desprecie, o el FA intentando presentarse como el vehículo que materializa el malestar social solo para asentarse políticamente.

Convivimos con una clase política que carece de la decencia y la humildad que la propia política requiere, una que ha naturalizado la costumbre de que darse vuelta la chaqueta es símbolo de madurez, de altura e incluso de virtud. En mi perspectiva, este doble estándar generalizado, esta camaleónica habilidad de algunos para ser del color que le pidan genera un nivel de incertidumbre y desconfianza que no solo desincentiva la participación, sino que de paso deja en el más absoluto abandono los temas país, pues lo que se propone hoy mañana puede no ser tan conveniente, lo que se promete hoy luego puede no ser lo razonable.

Lo peligroso de este fenómeno es que produce un contexto en el que la mentira es la regla; la debilidad discursiva y el fingimiento ideológico acaban por poner a la defensiva a la ciudadanía, obligándola a elegir discursos que pueden ser sinceros pero extremistas, y que poca correspondencia tienen con la realidad nacional. Trump lo ha demostrado.

En resumen, la coherencia ideológica en política resulta primordial y es tan imprescindible como la humildad para cambiar de opinión cuando se está errado. Cuando se normaliza la idea de que la ecuanimidad implica ‘ser del equipo que va ganando’ la política como agente social de cambio corre un grave peligro.