spot_img
jueves, 28 marzo, 2024

Opinión: La mediocridad como disciplina

Chile es un país al cual la naturaleza prodiga bendiciones y maldiciones. Terremotos, inundaciones, erupciones volcánicas, no nos son ajenas, es más, parecen ser tan normales que, de no ser de consideración, ni siquiera ameritan atención. Puede ser por esto que solo cuando los episodios se desbordan, nos damos cuenta del potencial de desastre con el que hemos jugado. Parece ser que estamos tan acostumbrados a las tragedias, que nuestra capacidad de tolerancia ha crecido hasta el absurdo, capacidad que trasunta todos los aspectos de nuestra sociedad, tan forzadamente moderna.

Santiago es nuestro ejemplo más reciente. Sabemos que va a llover, pero la obras que se proyectan nunca se terminan a tiempo para las lluvias, al contrario, pareciera ser que se realizan pensando en que justamente cuando llueva se retrasen, quizás por obtener algún extra complementario, o simplemente por hacerlas de manera incorrecta, por acopiar en lugares evidentemente inapropiados o porque simplemente no se pueden realizar cuando llueve. Esto podría hablar de poca capacidad de previsión, y puede que algo de eso haya, pero en realidad habla de algo más, y eso es la mediocridad que nos está consumiendo como sociedad. Mediocridad que se manifiesta a todo nivel y en todas las magnitudes. Mediocridad al hacer proyectos mal elaborados, en donde priman los intereses económicos o simplemente se impone la lasitud. Proyectos que apuestan a su conclusión y desarrollo, sin considerar más sustento que la suerte, y se echan a andar con grandes comunicados y pompa, aun sabiéndose que serán un descalabro si cuáquera de las variables se sale de control. Mediocridad de los funcionarios públicos, que con el fin de salvar el propio pellejo y dar sustento a la verdad oficial, se dejan caer dos días antes de la catástrofe anunciada a hacer inspecciones, y cursan oficios y multas por trabajos mal hechos, luego de haber estado meses o años desaparecidos. Mediocridad de los periodistas que se pelean por meterse a alguna poza hasta las rodillas, desde donde hacer la nota humana, en lo posible con alguna señora llorando o un poblador de apariencia humilde quejándose contra el gobierno, pero cortando la nota en seco si el mismo poblador ataca a los controladores del medio que lo entrevista.

Mediocridad en nuestro congreso, en donde tenemos parlamentarios que votan sin leer los proyectos, leyes sin sentido – o con demasiado sentido, especialmente cuando se refieren a impuestos o exigencias a las grandes empresas -, y que luego se desdicen de lo votado, o que no asisten a las sesiones, o que se desaparecen de sus zonas, por el rango inmediatamente posterior y anterior a alguna elección. Mediocridad aun mayor del electorado, que se queja incesantemente de sus representantes, pero que el día de la votación o se olvida de votar o vota por los mismos.

La mediocridad nos consume, y es un proceso que viene de mucho más atrás. La podemos rastrear en la educación, en dónde entrenamos a nuestros niños bajo la imagen paradigmática del alumno ideal, callado y condescendiente, que obedece sin chistar, y ante el cual el inquieto, curioso o crítico resulta un problema. Lo seguimos en la educación superior, en donde para asegurar la ‘educación para todos’ disminuimos la presión de los planes educacionales y flexibilizamos las evaluaciones, creyendo erróneamente que, por arte de magia, un mal alumno, al momento de obtener el título, se trasformará en un buen profesional. Eso sin contar la sobresaturación de ciertas carreras o la creación de profesiones que no tienen ningún mercado.

Sí, el chileno hoy es crítico, observador y deliberante, pero sobre cualquier cosa, menos una importante. El chileno medio perdió la capacidad de análisis profundo, y con ello el talento de la mesura. O se rinde a la crítica superficial e irreflexiva, que dicha con aires de profundidad, no deja de convencer a más de alguno, por ejemplo, el intelectual airado que exige la presencia de la presidenta en una población inundada – evidentemente sin considerar que hay procedimientos y protocolos para estas situaciones y que la presidenta no tiene cabida en ellos -, y en base a su ausencia califica la reacción ante toda la catástrofe, o el más intelectual aun, que ve conspiraciones y objetivos ocultos en cada una de las acciones que se realizan, y que exige medidas ideales, que siempre son impracticables.

Actuamos depositando en el otro tan alto grado de expectativas, que al más mínimo revés nos genera una frustración inmanejable, sin ver en ningún momento, que ni siquiera nosotros mismos estamos dispuestos a asumir mínimamente las expectativas que exigimos. Generamos presunciones de la realidad y así, por ejemplo, si un profesional viene de la Chile o de la Pontificia, asumimos que es un profesional de elité, pero si viene de Inacap o de Aiep da lo mismo, por lo que no revisamos el trabajo del elité, por ser de elité, y no presionamos al que no lo es, porque no lo es.

Lo único que no parece ser mediocre, es la mediocridad en sí misma, que es muy eficiente, pues se autoperpetúa. Cada mediocre que es entrenado se asegura de propagar su mensaje con el propio ejemplo, y ahí es que tenemos al oficinista que ve pornografía o deportes todo el día y que corre a fin de mes para falsificar algunas firmas y entregar los productos precisos para salvar el empleo, empleo que nunca pierde, y que cual apostolado enseña al resto que es posible otra forma de hacer, hasta que ya no es solo el oficinista, sino la oficina entera la que se adhiere a su singular filosofía. El profesional que elabora un informe sin referencias o que simplemente lo copia de internet, confiado en que el que se lo recibirá, tampoco revisará que se haya hecho adecuadamente, y que solo lo cursará, sin importarle tampoco, que en base a tal se elaborarán políticas públicas, políticas que serán impracticables, y que, en su forzado intento de ejecución, obtendrán resultados mediocres.

La mediocridad parece haberse vuelto un credo, fieramente defendido, amparados en el derecho a todo, por una generación completa que pareciera entender que la razón del sistema social es generar bienestar sin costo, sin responsabilidad y sin compromisos. Así, admiramos a quien logra la riqueza por medio de una estafa millonaria, destacando su capacidad de emprendimiento e inventiva, pero nos sorprendemos del que intentando salir de la miseria, asalta a algún peatón en una calle oscura. Exigimos nuestro derecho a estudiar y obtener beneficios, pero no apoyamos la educación gratuita universal, porque si todos estudiaran, luego no habría suficientes cupos de trabajo para todos. Criticamos a un sistema injusto, pero somos los primeros en cambiarnos de barrio, cuando nos empieza a ir un poco mejor.

Somos tan mediocres, que el gobierno entero se vuelca a limpiar el barro de las calles de Providencia, pero ya nadie se acuerda de las que siguen anegadas en Atacama.

Ariel Toledo Ojeda
Asistente Social

Más columnas